El árbol de la sabiduría
Cuenta la leyenda que el rey de un lejano país tuvo dos hijos cuando había perdido toda esperanza de ver perpetuada su dinastía. Agradecido a los dioses decidió darles desde el primer momento todo aquello que él había tardado una vida entera en conseguir. Idénticos como dos gotas de agua, los pequeños príncipes vivían rodeados de todo lo que su padre creía que podían necesitar. Era su deseo que jamás se vieran en la obligación de pedir nada y, por ello, todo estuvo a su alcance antes incluso de necesitarlo.
Los príncipes crecían y el rey iba
descubriendo que pese a ser dos cuerpos gemelos, sus almas no lo eran.
Uno aceptaba cada instante como un justo regalo, mientras que el otro,
aunque también era agradecido, se empeñaba en encontrar el sentido a
cada situación que la vida le ofrecía. Su padre le descubría muchas
noches sin dormir, sentado sobre la barandilla de piedra, en la terraza
del palacio mirando al horizonte.
Una noche el rey se acercó al príncipe y le
dijo: “Hijo, dime qué piensas cada noche aquí sentado”. El príncipe
respondió: “Padre, ¿sabes qué es lo que más me gusta de esta vida?” El
rey contestó: “No lo sé hijo, dímelo”. El príncipe añadió: “La fruta
que siempre dispones en mi alcoba al anochecer. Tras el largo día,
cuando me retiro a descansar, tomo una de esas frutas. Nuestro reino
tiene una tierra fértil porque los dioses saben que eres justo y
generoso. Sin embargo, al dar el primer bocado, me pregunto si existirá
en el mundo un árbol que dé una fruta mejor. Entonces vengo aquí y me
quedo un rato mirando el horizonte. Este reino es un gran reino pero el
mundo es grande. El día que ya no estés dejaré a mi hermano la mitad
que me corresponde y me marcharé”.
El rey se entristeció pero no quiso decir nada más esa noche. Dio un beso a su hijo y se fue a dormir.
Pasaron los años y el rey murió. El príncipe
insatisfecho entregó la mitad del reino a su hermano, tomó un par de
caballos y tras despedirse de los criados salió al galope. El príncipe
satisfecho, convertido en nuevo rey, subió a la terraza y lo vio
perderse en el horizonte.
A sus espaldas el palacio se desvanecía
mientras su sueño comenzaba a hacerse realidad. Viajó todo el día y
llegó hasta el Gran Río, límite de su despreciado reino. Encendió una
hoguera y sentado frente al fuego se quedó dormido. En la mitad de la
noche una voz le sobresaltó:
“Hijo, has decidido tomar el camino
difícil. Recuerdo el día en que, en la terraza del palacio, me hablaste
del árbol que da la fruta más sabrosa. No me atreví a darte ánimos
porque no quería verte padecer, pero ahora sé que tu decisión es firme.
El árbol que buscas existe y al verlo lo reconocerás. Se llama el árbol
de la sabiduría. El viaje será duro pero la recompensa no se le ofrece
a cualquier mortal. Ten suerte y siempre déjate llevar por los
sentidos. Que los dioses te acompañen.”
El príncipe se levantó un tanto aturdido y se aseó en la orilla. Vio
su imagen reflejada y en ella observó la esencia de la juventud. Se
sonrió y alzando la voz se dijo mirándose en el agua: “Está amaneciendo
y es mi voluntad cruzar el Gran Río. Dejo atrás una vida llena de
facilidades pero es una vida que no me satisface. Lo que hago es
obedecer a un sentimiento que sale de lo más profundo de mí. Si está
ahí adentro es porque los dioses ahí lo han puesto”.
Dejó los caballos en libertad, cruzó el
Gran Río y se adentró en el territorio vecino donde pasó desapercibido
como un habitante más. Recorrió el país de sur a norte y de este a
oeste pero no encontró ninguna fruta que mereciera la pena. Sumido en
la desesperación buscó ayuda, pero todos se encogían de hombros y sólo
alguno, después de mucho insistir, le indicaba que cruzara el Gran Río.
Entonces decidió marcharse lo suficientemente lejos, allá donde ya no
hubiera ninguna referencia a su antiguo reino. Después de varios años
de travesía, y siempre con el horizonte como meta, llegó a los confines
de la tierra.
El último de los reinos de la tierra era
llamando por sus habitantes el Reino de la Armonía y en él todos
cantaban y danzaban, se saludaban siempre con una melodía alegre y se
despedían con una triste. En él aprendió a tocar varios instrumentos y
a expresar emociones con su voz. En este reino buscó su preciado árbol
y en él halló una curiosa fruta que, al morderla, emitía un sonido que
resonaba en el interior. Al masticarla, la melodía llegaba a sus
extremidades convirtiéndose en un excitante escalofrío. Aquella era una
gran fruta, sin duda, pero quizá echaba en ella en falta algunas otras
virtudes, otras sensaciones. Se despidió con la canción más triste que
pudo improvisar y tomó el camino que seguía la costa en busca de su
particular tesoro.
A lo largo del trayecto la música
desaparecía de la rutina, llegando a convertirse en un inaudible
ronroneo. El camino se fue alejando de la orilla y se adentró en un
gran bosque en donde la luz del sol apenas iluminaba el suelo. La gente
que iba encontrando a su paso solía aturdirse ante su voz, mientras que
sus apretones de mano eran apreciados y correspondidos con un gran
abrazo. Con el tiempo aprendió a comunicarse con sus manos, llegando a
no ser necesario emitir sonido alguno. Entonces supo que se hallaba en
un reino al que llamaron Reino de la Imaginación. En él, el príncipe
aprendió a dar forma a las cosas y comprobó que para ver no siempre
hacía falta tener los ojos abiertos.
Buscó entre los árboles tallados alguna
pista que le llevara al objeto de su viaje y allí encontró un pequeño
arbusto del que nacían frutas diminutas de formas diversas. La suavidad
de su piel era tal que sintió lástima al morderla. En la boca se
deslizaba como un pañuelo de seda, cubriendo su lengua y envolviendo
cada uno de sus dientes. Fue al tragarla cuando sintió un pinchazo de
amargura, de abandono, de insatisfacción. Recordaría aquel bosque con
ternura pero supo que su viaje no había finalizado. Se despidió de
todos en un gran abrazo colectivo y continuó su camino a través del
bosque.
Pasaban los días, los árboles se espaciaban
y el cielo se abría con una luz cegadora. Una mañana se halló a las
puertas de un inmenso valle. Un río fluía desde lo alto de la montaña y
el sol se reflejaba en el agua, coloreando las laderas con los tonos
más diversos. Corrió hasta alcanzar el río y quitándose la ropa se
zambulló. Nadó, hizo piruetas bajo el agua y cuando regresó a la
superficie confirmó que aquel lugar era una réplica del paraíso.
En la orilla, sentada junto a su ropa, una
hermosa mujer le observaba. Él, ruborizado por su desnudez, no se
atrevía a salir del agua. La mujer se levantó y le dijo: “No te
sonrojes forastero, eres bienvenido en el Reino de la Belleza. Aquí
todo lo que con naturalidad se muestra es hermoso a los ojos. La
fealdad sólo existe en la mirada indiscreta”. Se vistió y acompañó a la
mujer al poblado.
Aquella mujer parecía la mujer más bella de
la tierra. Los habitantes, las calles, las casas, todo parecía carecer
de imperfecciones. Las formas no eran regulares pero el color matizaba
los contornos, la luz bañaba aquel mundo y en él se sintió por primera
vez radiante. Allí permaneció por un tiempo, olvidado del objetivo de
su viaje.
Un día, al anochecer, recogió en una bandeja
una pieza de cada fruta de aquel reino y de entre ellas seleccionó la
más hermosa. Un sentimiento de vacío le sobrevino al comprobar que
aquella maravillosa fruta no tenía sabor. Esa misma noche se despidió
de todos con lágrimas en los ojos, sabiendo que allí también abandonaba
los últimos días de su juventud.
El príncipe decidió tomar el camino que
llevaba a las montañas, remontando el cauce del río. La temperatura
descendía y el intenso verde de la hierba se fue transformando en una
suave capa de nieve. En lo alto, oculta entre el hielo y las rocas
divisó una cueva a la que a duras penas pudo trepar.
Un grupo de personas vestidas con pieles
salieron a su encuentro. “Adelante, amigo” – dijo el que parecía ser
jefe del grupo. “Pasa y siéntate al calor de nuestro fuego” – añadió.
El príncipe agradeció de corazón a aquellos habitantes su hospitalidad
y les preguntó cómo era posible que vivieran en aquel clima tan
inhóspito. “El exterior no interesa, inquieto extranjero, lo importante
está en el interior”- indicó la mujer más anciana del grupo. “Acabas de
hallar, oculto en las montañas perdidas, el secreto Reino del Placer”
– explicó la mujer.
El interior de la montaña estaba horadado
por multitud de túneles y cavidades en las que habitaban centenares de
personas. Cada una de ellas conocía un único y diferente secreto que,
al ser desvelardo en la intimidad, provocaba una sensación tan intensa
que se llegaba a perder el juicio durante algunos días. El príncipe se
quedó y disfrutó con tal ansia que perdió la noción del tiempo.
Un día, todavía aturdido por la última
experiencia, preguntó si existía en aquel reino alguna fruta realmente
sabrosa. Todos rieron ante su pregunta y añadieron: “En estas cavernas
no crece ninguna planta, tan sólo una raíz de intenso sabor, aunque
pocos tienen el valor de probarla”.
El príncipe fue llevado a una pequeña
estancia sobre cuyo techo debía crecer algún extraño árbol. Una enorme
raíz surgía de las paredes convirtiendo el angosto espacio en un
laberinto de ramas y espinas. Se introdujo con cuidado para probar
aquel extraño manjar. Mordisqueó ligeramente la superficie, intentando
evitar las espinas, pero el intenso sabor que llegó a su paladar le
produjo un incontrolado impulso que le llevó a continuar, devorando
violentamente la misteriosa raíz. Su boca y su cuerpo se llenaron de
llagas y, a punto de morir desangrado, perdió el conocimiento.
Cuando volvió en sí, se encontró en un
inmenso llano, lejos de las nevadas montañas. Sintió voces y risas en
la distancia, perturbando el silencio de la llanura. Se levantó y se
aproximó con cautela al origen de aquel estruendo. Al acercarse
percibió algunos aromas exóticos, perfumes llegados de otras tierras.
Un enorme campamento acogía a decenas de personas reunidas junto a una
gran hoguera central. Se sentó junto a ellos y el hombre que en esos
instantes hablaba le dio la bienvenida a aquel reino sin tierra, el
Reino del Recuerdo.
Aquel variado grupo de personas viajaban
juntas mientras el camino fuera compartido. Algunos viajeros llegaban y
estaban sólo unos días, otros en cambio llevaban largo tiempo,
postergando incluso su destino inicial. Al caer la noche se reunían
junto al fuego y rememoraban aventuras pasadas.
Una noche el príncipe se animó a participar
y relató la aventura de su vida. Explicó a todos la renuncia a su
antiguo reino y su peregrinación en busca del Árbol de la Sabiduría.
Recordó los reinos que había visitado y cómo había llegado al
campamento, ahora que se aproximaba a la vejez.
Cuando el fuego se consumió y todos se
retiraban a dormir, un hombre se acercó y le dijo: “Yo he estado ante
el Árbol de la Sabiduría. De él recogí algunas frutas que ahora llevo
conmigo en pequeños frascos. Te ruego que la pruebes” – dijo. El
príncipe tomó una de ellas y por un instante el mundo se abrió ante sus
ojos, pero la sensación duró apenas unos segundos. “Por los dioses,
buen hombre, dime dónde encontraste el árbol. Esta fruta es la más
sabrosa que he probado, pero en conserva no ha de saber igual que
fresca” – dijo el príncipe. Aquel hombre le señaló con el dedo el
horizonte y añadió: “No está muy lejos de aquí”.
El príncipe salió al instante y, apenas había transcurrido un día, lo divisó en la lejanía:
El árbol brilla como una estrella en el horizonte.
Su copa, mecida por la brisa del atardecer,
compone una familiar melodía.
De sus recias ramas cuelgan proporcionados frutos
de intensos colores,
de irresistible dulzura,
de inconfundible aroma…
El príncipe se acercó al añorado árbol y arrancó temeroso una de
sus frutas. Se sentó bajo su copa, cerró los ojos y la introdujo en su
boca. El mundo se abrió de nuevo ante él, pero esta vez no se cerró.
Vio aparecer los cinco reinos y entonces comprendió el consejo de su
padre. Había peregrinado a través de los sentidos y, gracias a ellos,
fue capaz de valorar aquel soñado manjar: el crujir de la pulpa, la
suavidad de su piel, la hermosura de su color, la dulzura de su zumo y
el exotismo de su aroma. En su boca quedó una pequeña y delicada
semilla que depositó en la palma de su mano. Fue entonces cuando,
observándola detenidamente, el príncipe se echó a llorar.
Al instante sintió una mano sobre su
hombro. Abrió los ojos y vio a un anciano que le dijo: “¿Qué has hecho,
forastero? ¿No sabes que está prohibido comer de este árbol?” El
príncipe pensó mirando al anciano: “Desconoces que éste es el árbol que
da la mejor fruta porque no has probado el resto”. El anciano le
ofreció un precioso pañuelo de seda y dijo: “Aquí no está permitida la
tristeza. Este es mi reino y, desde que mi hermano se fue, nadie puede
probar la fruta de este árbol sin nombre”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario